Y la lluvia llegó puntual, para limpiar una temporada olvidable, para llevarse los momentos impíos, para bendecir la despedida de un ídolo y bautizar a los nuevos creyentes
Por David Ferrara
Saltando bajo la lluvia, alentando en el diluvio, festejando el pertenecer a la locura más hermosa del mundo, la que vive en aquel rincón alejado totalmente de la razón, de la certidumbre y de la lógica. Y claro, apreciando el círculo infinito del fútbol rosarino, ese que despide a un héroe pero que a su vez observa casi al unísono como nacen nuevas esperanzas desde el entusiasmo de la juventud.
Fue el último partido (esta vez en serio) del hincha-jugador, del último héroe, del ídolo que se construyó a fuerza de pelearlas todas, de trazar diagonales, de definiciones exquisitas y de las otras, el que eligieron los pibes y los no tan pibes en épocas duras y que regaló muchos de los momentos más felices de los últimos tiempos.
Y el que volvió montado a la ilusión de Miguel, de Angelito, de la Copa. Y él no se traicionó ni al público, aunque el destino no lo premió con el sueño completo.
Se fue abrazado por sus compañeros y abrazado por su gente, con su familia en el Gigante, como la vez pasada. Si acaso es tan querido que era imposible una sola despedida. Se fue tras una semana convulsionada que una vez más tuvo que manejar con muñeca para calmar los ánimos que el mismo había crispado como producto de la ignorancia de un entrenador que no sabe que esto es Central, pero al que seguramente, Marco ya “ayudó” a conocer un poco en estos días.
Ruben corrió cada una como la última (de alguna manera lo eran), al igual que el pibe Duarte, como si el ocaso de una carrera fuera el inicio de otra, inventó un penal, pero el Var no conoce de sentimientos y se lo negó, tuvo un par a las que le faltaron un poco. Pero tampoco era necesario.
La lluvia llegó puntual, como en muchas de aquellas tardes de partidos memorables sólo para las hinchas de fierro, esos que contarán del golazo del Gitano, al que nadie aguanta pero que todos quieren, del adiós de Marco, de los goles anulados, de los pibes que aparecieron.
Y la lluvia llegó puntual, para limpiar una temporada olvidable, para llevarse los momentos impíos, para bendecir la despedida de un ídolo y bautizar a los nuevos creyentes. Porque en ese mundo paralelo del hincha canalla, la lluvia no obliga a buscar refugio, sino a bañarse en el ritual del ritmo auriazul, a saltar y gritar por una victoria que no importaba en lo más mínimo, pero que sirvió para festejar el ser parte de algo ilógico, lindero a la locura.