El único objeto que heredé de mi madre es una radio Noblex, pequeña y plateada, a transistores y a pilas, que dormía bajo su almohada cada noche y que la acompañaba por todos los rincones de la casa durante el día. Se quedó aquí en los estantes de mi biblioteca, donde los libros son custodiados por gatos diseñados en diversos países –auténticas deidades literarias– y por dos esferas de nieve, que contienen la miniaturización de un temible témpano de hielo y de un Titanic definitivamente hundido: regalos comprados en Madrid, en diferentes momentos de nuestra larga amistad, por el capitán Alatriste. “Para que te mantengas alerta y recuerdes que a todos nos aguarda un iceberg”, dice Arturo Pérez-Reverte a sus amigos cuando cree que los hados de la vida han sido muy generosos con ellos. La admonición no habría disgustado a mi madre, para quien sin embargo el sufrimiento tenía prestigio y la dicha era sospechosa, pero para quien también la desgracia acechaba en cualquier recodo del destino. Hace rato que Arturo –testigo de tantas guerras– advierte a los incautos e idiotas posmodernos que se han aburguesado y dormido en un confort sostenido por una seguridad ilusoria y por la energía infinita, que es el insumo madre de todo lo que hacemos y que también es lo primero que se corta cuando se desencadena una catástrofe. Ni la Inteligencia Artificial puede salvarse de esa clase de naufragios. La simple radio de mi madre, en cambio, está prescripta ahora en el kit de supervivencia sugerido por la Unión Europea y fue la protagonista absoluta –el único clavo informativo del que colgarse– cuando sobrevino el abismo total de un reciente apagón masivo en España, y también el aparato analógico con el que los dispersos resistentes de la invasión extraterrestre de El Eternauta lograron escuchar un mensaje de esperanza y un llamado a la acción.
Es obvio, incluso para los liberales en serio, que la iniciativa individual solo puede funcionar dentro de un acuerdo colectivo; aunque admito que quizás los anarcocapitalistas crean que esto es otra visión colectivista de los “zurdos de derecha”
Es curioso porque a la radio –como ahora al periodismo– se la dio por muerta muchas veces. No solo sobrevivió a todas esas profecías, sino que se adaptó mejor que ningún otro medio a la necesidad del ciudadano moderno, que ya no puede hacer sino por lo menos dos cosas al mismo tiempo: escuchar mientras trabaja, conduce o se ejercita, cocina o intenta dormir. Hoy el streaming, los podcasts y hasta algunos segmentos de los sitios web de noticias pueden escucharse como una radio. La más popular de todas, radio Mitre, cumple en agosto un siglo exacto desde su nacimiento. Mi madre me escuchaba cada noche desde su pequeña Noblex, ya metida en la cama: la radio, como una novela, ingresa en los templos más recónditos de la intimidad. Una vez llegué deprimido a los estudios de Mansilla 2668 y me propuse conducir con fingida y estentórea alegría para que nadie se diera cuenta; al rato comenzaron a llover mensajes de oyentes que preguntaban: ¿por qué estás triste, qué te pasó? No hay forma humana de engañar a quienes te abren su oído y su corazón, te permiten entrar en su casa y en su cabeza, y reconocen por lo tanto cada pequeña inflexión de tu voz. Esa magia emocional sigue intacta en la era de las redes sociales, y el asunto viene a cuento no solo por el empeño oficial en subestimar la vigencia de estos y otros fenómenos comunicacionales a los que interesadamente buscan jubilar, sino también para aterrizar en la obra de Héctor G. Oesterheld, que para los lectores tardíos de mi generación fue un verdadero hito. Se trata, ante todo, del escritor de aventuras más importante de la literatura argentina; algunos estudiosos consideran que la primera parte de las peripecias de Juan Salvo es comparable al Martín Fierro de Hernández: las dos obras están escritas en los márgenes –folletos, diarios, revistas, historietas–, como lo fueron también el Facundo de Sarmiento y Operación Masacre de Walsh. Desde esos bordes, y no desde el corazón del sistema literario del momento, germinaron esas geniales invenciones, al principio plebeyas y ahora canónicas. Esa característica, desprovista de cualquier ideología, fue para nosotros una seña cultural irresistible. Solo un clásico puede ser leído de manera distinta según las épocas, y ahora ha caído en la polarización extrema, como si el universo entero cupiera en estas coordenadas mediocres y cortas. Son lícitas y entretenidas, a favor y en contra, las lecturas peronistas y libertarias de la serie, aunque para la mayoría El Eternauta es lo que fue: una épica de ciencia ficción y una invasión de seres de otros mundos que no sucede en Nueva York sino en Buenos Aires, lejos de Quinta Avenida y cerca de la General Paz. Cierto es que acaso su consigna de campaña –“nadie se salva solo”– posee ecos kirchneristas, puesto que la ulterior y desgraciada militancia montonera de Oesterheld y su desaparición durante la infame dictadura militar le sirvieron a La Cámpora para su apropiación, y para librar con ella su batalla cultural. Su autor, sin embargo, era frondizista cuando escribió esta historia que estamos viendo en Netflix.
Pienso en aquel personaje de una vieja película que sentenciaba: “El que se casa con el espíritu de la época, enviuda pronto”
Es obvio, incluso para los liberales en serio, que la iniciativa individual solo puede funcionar dentro de un acuerdo colectivo; aunque admito que quizás los anarcocapitalistas crean que esto es otra visión colectivista de los “zurdos de derecha”. Hay otra frase, no obstante, que se repite en la serie, tiene connotaciones más abiertas e interesantes y es la gran revelación de la trama: “Lo viejo funciona”. No solo se refiere a coches y aparatos antiguos que los alienígenas no lograron inutilizar, sino que alude a los héroes, que aquí pertenecen a la generación Malvinas: no son setentistas, sino ochentistas dolientes y traumados. La cita hace ruido porque irrumpe en una era adolescéntrica (la denominación es de Agustín Laje, nobleza obliga) y porque contradictoriamente las Fuerzas del Cielo, con soberbia juvenil, han intentado descalificar a cualquier objetor con desprecios edadistas: en El Eternauta son precisamente los “viejos meados” los que salvan el planeta. Luego de la tormenta de agravios que el Presidente me dedicó en estos días, escribo este artículo acariciando la Noblex imbatible de mi madre y observando de reojo el iceberg de Pérez-Reverte; miro en televisión a ciertos colegas desesperados por no parecer “obsoletos” y encajar en el nuevo sentido común de coyuntura –yo veo el futuro repetir el pasado, decía la canción: veo “un museo de grandes novedades”– y pienso en aquel personaje de una vieja película que sentenciaba: “El que se casa con el espíritu de la época, enviuda pronto”.