Cáncer: entre la experiencia personal y la lucha colectiva.

Por Facundo Martín Zamarreño / Colegio de Profesionales de Trabajo Social 2da. Circ. Santa Fe

El 4 de febrero se establece como el Día Mundial contra el Cáncer y este año el lema es “unidos por lo único”, haciendo referencia a que nos unen nuestros mensajes, y que cada historia es única.

En sintonía con la iniciativa mundial, pero con la intención de situar mi experiencia, decido hacer este relato como paciente oncológico, como hijo de un padre que fue paciente oncológico y como Trabajador Social de salud pública de la ciudad de Rosario.

Soy familiar que asiste a familiares y paciente que acompaña procesos de otros pacientes. Mi narrativa es una polifonía de muchas historias que habitan en mí, que forman parte de mis dolores, mis indignaciones y mis aprendizajes.

En agosto del año 2022, tras dos cirugías complejas, recibí el resultado de una biopsia. De aquella consulta, a cargo de un cirujano, sólo recuerdo dos cosas: la palabra tumor y el relato de que él había conocido a un paciente de mi edad -34 años en ese momento- que tras finalizar el tratamiento, se encontraba muy bien.

Hacía menos de seis meses mi papá había fallecido por secuelas derivadas de un cáncer. No podía creer que mi vida diera tal giro en tan poco tiempo, parecía una tragedia sin final en la que, debido a sucesos recientes, era imposible dejar de asociar a la enfermedad con la muerte.

Al poco tiempo asistí, junto a una amiga, a la primera consulta con oncología. Mi intención era ir solo pero acepté la compañía por insistencia de mi entorno. La entrevista inicial, contrario a otros espacios de consulta médica por los que había transitado, estuvo conformada por múltiples preguntas personales: con quién vivía, mi estilo de vida, el trabajo que realizaba, si tenía pareja, horarios de mi vida cotidiana, entre otras cosas. Solo deseaba que el médico me dijera días precisos de tratamiento, cantidad de controles indispensables y salir de ahí. No obstante, en ese primer intercambio me di cuenta de que no habría un camino lineal y que el proceso sería de construcción permanente.

Las semanas siguientes comprendieron exámenes clínicos y de laboratorio, la apertura de la carpeta oncológica en la obra social para garantizar la cobertura del tratamiento, la gestión de medicación en una farmacia y demás cuestiones administrativas que implican atención, manejo de dispositivos tecnológicos y acceso a internet. En las filas y salas de espera conocí a muchas personas adultas mayores que no sabían cómo proceder entre paso y paso. Circulaban con cara de preocupación y desesperación por no saber cómo escribir un correo electrónico o adjuntar un archivo con resultados de los estudios para que la obra social lo recibiera

Mientras avanzaba en la realización de aquellos trámites, más cerca estaba del inicio de la quimioterapia. No podía evitar pensar si mi cuerpo sería capaz de soportarlo y si se limitaría mi capacidad para dar continuidad a las actividades que desarrollaba. Mis prioridades se fueron reorganizando minuto a minuto, estaba abrumado. Sabía que se venían momentos complicados en lo emocional y en lo corporal. Rondaban pensamientos relacionados a la posibilidad cercana de morir.

Desde esa primera etapa, fueron indispensables las redes que se tendieron entre mis amistades para contenerme y acompañarme. Recibí innumerables sugerencias para soportar esa y las siguientes instancias: oler flores, prender sahumerios, observar la naturaleza, meditar, repetir un mantra u oraciones de diferentes religiones. En cada una se escondía un gesto amoroso y un “ya va a pasar”.

Una compañera que pasó por lo mismo me dijo: “hay que dejar todo entre paréntesis por un año. Parece mucho tiempo, pero pasa muy rápido”. ¿Cómo habrá sido su paréntesis mientras maternaba niños pequeños y era sostén de familia?, pensé. De todos modos, tomé su propuesta y comencé a planificar qué cosas dejaría de hacer y cuales intentaría sostener. Además, organicé mi departamento de un modo que sea cómodo para guardar reposo.

La licencia por enfermedad en el marco de un empleo formal permitió que mi foco se dirigiera a generar calidad de vida durante el tratamiento y no sólo a sobrevivir. No sucedió lo mismo con Mateo, paciente del hospital que cuando fue diagnosticado lo único en que pensaba era que si realizaba quimioterapia no iba a poder trabajar como ayudante de albañil. Era padre de Joaquín, de 3 años, y de Brenda, de 6. Valeria, su esposa, no tenía empleo.

Del mismo modo, mi papá, cuando fue diagnosticado, lo primero que preguntó fue si iba a poder seguir trabajando en el carrito de choripanes que tenía. Él trabajó como metalúrgico desde sus 14 años, pero la fábrica de la que era empleado había cerrado hacía algunos años y se encontraba, a sus 60, buscando todos los días una fuente de ingresos distinta hasta que logró instalar un carrito, al cual no pudo volver.

Llegaron las quimioterapias y con ella la pérdida del reconocimiento de mi cuerpo tal como lo conocía: me sentía débil, me dolían las uñas, la piel se resecaba y sentía gritas entre los dedos, las náuseas eran constantes. Algunos (muchos) días no tenía ganas de levantarme. Sin embargo, me acuerdo de Mirta, usuaria del Centro de Salud que todas las mañanas vendía tortas fritas en el acceso a circunvalación y llevaba a su hijo a la escuela caminando doce cuadras. Ella lo hacía aún en los días posteriores a la sesión, que a mi parecer eran los más difíciles de sobrellevar.

Además de la extrema debilidad, me dolía abrir la boca para tomar agua y como efecto adverso de la medicación padecía una sensación indescriptiblemente molesta ante el contacto con elementos fríos. Mi pareja se ocupaba de prender la estufa, aún en verano, para templar el ambiente y de calentar cualquier alimento que ingería. Me pregunto cómo habrán sido esos días para Pedro, paciente de internación domiciliaria que vive en una casa con techo de chapa y paredes de madera en cuyas ventanas colocaron bolsas para protegerse del viento y las lluvias.

Conforme mi tratamiento avanzaba, peor me sentía. La motivación inicial, cargada de esperanzas a pesar de los miedos, se fue apagando. Hubo días insoportables y noches interminables en las que deseaba que todo terminara sin importar el resultado. Sin embargo, Nahiara, de 19 años, seguía estudiando sin parar. Su familia vivía en otra provincia y ella transitaba su enfermedad en soledad en una sala del sector de aislamiento del hospital. Había venido a Rosario siendo la primera generación en llegar a la universidad. Sentía la responsabilidad de prepararse para los exámenes y no romper la ilusión de su madre, que tanto esfuerzo hizo para alquilarle una habitación en una pensión de la ciudad.

Me asombró también el entusiasmo de Valeria, paciente del Centro de Salud, que había pedido que la próxima sesión de quimioterapia no coincidiera con el cumpleaños número cinco de hijo. Quería hacer la torta y organizar el festejo en la vereda de su casa. Necesitaba sentirse fuerte para cumplir con la promesa que había hecho a su niño.

El tratamiento fue una montaña rusa de emociones entre el entusiasmo y el desánimo permanente. Cada resultado de laboratorio implica una toma de decisiones respecto a la continuidad y un simple valor alterado puede ser el límite entre el aislamiento y la vida social, entre estar hospitalizado o estar en casa. Vivir en estado de permanente incertidumbre no es agradable, pero lo cierto es que se agrava ante otros determinantes como además tener que preocuparte por quién te va a cuidar cuando estés descompuesto, quien se ocupará del cuidado de otras personas dependientes que están a tu cargo y de las tareas del hogar. El cuidado propio y de otros se presenta como una preocupación constante que encuentra su principal respuesta en las redes comunitarias y de afecto, que no siempre pueden conformarse con facilidad.

La preocupación por la continuidad del tratamiento no la vive igual quien tiene los medios para asistir a cada consulta que aquella persona que no tiene fuerzas ni plata para subir a un colectivo, no cuenta con vehículo y vive en un barrio al cual los taxis no ingresan por temor a la violencia y los robos.

Tampoco la experiencia será igual para quien sigue las recomendaciones de profesionales de nutrición que para quienes retiran comida en un comedor comunitario o solo cuentan con los elementos de una caja de alimentos no perecederos otorgados por el Estado o alguna organización social.

Cada proceso de salud-enfermedad del que fui protagonista y testigo me afectan, me sensibilizan y me permiten establecer que el sistema de salud, como generador de procesos de cuidados, debe reforzar la importancia del trato digno por parte de todas las personas intervinientes y reconocer las limitaciones de cada disciplina. Lamento que la composición de equipos interdisciplinarios en el sector privado aún hoy sea una utopía y que durante mi proceso de atención, que continúa hoy en día, jamás haya presenciado un consultorio conjunto, al menos, entre profesionales de salud mental y medicina. Apuesto a la consolidación interdisciplinaria e intersectorial que se desarrolla en el sector público y que mucho tiene para aportar como modelo de atención en salud, ya que los problemas complejos siempre requieren respuestas complejas, inabarcables para una sola persona o profesión.

Destaco a aquel médico que me contó que tuvo un paciente con resultados favorables porque me dió esperanzas. Celebro la actitud del oncólogo que en cada consulta tiene el detalle de nombrar a mis afectos y de preguntar por cosas de mi vida más allá de la enfermedad. Son los pequeños gestos que desde los espacios micro transforman realidades.

Atravesé el cáncer en un camino con obstáculos y dolores, pero sobreviví y sobrevivo cada día, en gran parte porque cuento con el acceso a recursos materiales, simbólicos y afectivos, porque sostengo un espacio de psicoterapia que me permite soportar los malestares. No lucho contra el cáncer, lucho contra las injusticias y las desigualdades que afectan a la calidad de vida de quienes atravesamos una enfermedad. Y eso no es algo que se pueda resolver desde lo personal, sino que se trata de una lucha que debe ser colectiva.

Es una lucha colectiva por un sistema de salud que tenga una perspectiva integral capaz de comprender que lo único importante no es el tratamiento farmacológico, sino también contar los medios para transitarlo de forma digna.

La lucha es por el acceso a información clara, temprana y adecuada.

La lucha es por políticas que contemplen a los cuidados como parte indispensable del tratamiento.

La lucha es por políticas sociales concretas donde la incertidumbre acerca de la cobertura de medicamentos no sea un problema que se suma a cada historia.

La lucha es por la producción pública de medicamentos y por el desarrollo de investigaciones desarrolladas en organismos estatales.

La lucha es por el cese de los pagos de co-seguros en prepagas y obras sociales.

La lucha es por políticas públicas que protejan al medio ambiente para que los alimentos y el aire que respiramos dejen de ser causales de enfermedades oncológicas.

La lucha implica velar por un mundo más justo en el que Mateo no tenga que elegir entre realizar un tratamiento o ir trabajar y en el que Mirta pueda descansar el día siguiente a su quimioterapia.

Mi historia es la historia de muchas personas porque nadie enferma en soledad. Judith Butler refiere que no se puede llevar una buena vida en la individualidad. Como seres co-dependientes, para vivir una vida vivible, ésta debe ser compartida en comunidad. Entonces, estar sanos no es una cuestión personal, sino social. Y en ello radica la importancia de destacar una vez más que las desigualdades y la pobreza no son aliadas de las enfermedades. Por lo tanto, transitar el cáncer en un marco de bienestar, es político.

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