Tres décadas ganadas por unos pocos con suculentas ganancias, y la derrota de la sociedad con pérdidas de vida invalorables. ¿Antes no había drogas? Sí, pero no en la escala en la que fueron creciendo sin detenerse.
Cada 26 de junio, la Jornada Mundial de Concientización y Lucha contra el Narcotráfico, establecida por las Naciones Unidas, nos invita a mirar de frente una de las problemáticas más graves y dolorosas de nuestra época: el consumo indebido de drogas y la expansión constante del narcotráfico. No se trata solo de cifras frías o titulares ocasionales, sino de vidas concretas, especialmente de niños, adolescentes y jóvenes, que ven su futuro amenazado por una realidad que los atrapa en sus redes desde edades cada vez más tempranas.
La Comisión Nacional de Pastoral de Adicciones y Drogadependencia de la Conferencia Episcopal Argentina, en su reciente declaración titulada “Seamos signo de esperanza frente a la cultura de la muerte y el narcotráfico, que no para de crecer”, pone el acento en la necesidad de no resignarnos. El mensaje “quiere expresar su preocupación por el gran crecimiento del narcotráfico y la despenalización de hecho de la venta y consumo de drogas a lo largo de todo nuestro país”. Nos recuerda que esta lucha no puede reducirse a una acción meramente punitiva ni a la buena voluntad de algunos sectores, sino que exige una respuesta amplia, integral y comprometida de toda la sociedad.
El consumo de drogas tiene causas y consecuencias que atraviesan diversas dimensiones de la vida personal y social. Muchos jóvenes se inician en el consumo de alcohol y de sustancias ilegales como un intento de calmar angustias, de escapar del miedo al fracaso o de disimular la inseguridad personal. Otros buscan, en medio de contextos de pobreza extrema, soportar las largas noches a la intemperie, el hambre persistente o el frío insoportable, utilizando drogas como una falsa solución para amortiguar el dolor físico y emocional.
En nada ayuda el clima cultural “pseudoprogre” de baja en la percepción del daño y la complaciente tolerancia social fogoneada por el individualismo que insiste en “que cada quien haga lo que quiera con su vida”. Vaya la propuesta de conversarlo con los hijos y los nietos, en casa, en el aula y en el club.
A la vez, la expansión del narcotráfico avanza de manera implacable, alimentando una economía ilegal paralela basada en la muerte, la violencia y la destrucción de familias enteras. La ausencia o fuga del Estado –en sus tres poderes– en las barriadas pobres es suplida por las mafias: ofrecen préstamos de dinero, protección, remedios, comida y hasta una falsa pertenencia. Pudre el tejido social, apolilla los sueños más profundos, descompone la convivencia en sus niveles más básicos.
Allí adonde el Estado no llega, o llega tarde, el crimen organizado se instala con facilidad. Los grupos criminales aprovechan la vulnerabilidad de los más débiles, y reclutan niños y adolescentes como distribuidores o “soldaditos” en los barrios más humildes, lo que compromete no solo su salud, sino también su dignidad y su futuro.
Para colmo de males, las actuales políticas económicas se borran del control del origen de los capitales, lo que abre las puertas al lavado de dinero proveniente de las mafias de toda índole. Más que un paraíso fiscal es un infierno donde manda el dinero sin importar el camino de muerte que haya recorrido.
Y nos queda muy claro que no podemos pedirles todo a la escuela y a la familia: estamos haciendo agua por todos lados y cada vez vamos peor. La ausencia de políticas públicas consistentes, sostenidas en el tiempo, agrava una situación que ya es desesperante.
El drama del consumo de drogas no puede ser delegado ni reducido a un solo ámbito. No es solo una cuestión de seguridad ni únicamente de salud pública. Es una realidad compleja que debe ser abordada desde un enfoque integral que contemple la educación, la prevención, la asistencia, la contención afectiva, el acompañamiento familiar y comunitario, y una política pública seria y coherente.
Necesitamos redoblar los esfuerzos para que los niños y adolescentes no caigan en el consumo de estas sustancias. La prevención comienza desde los primeros años, con familias presentes, escuelas comprometidas, comunidades activas, cabezas de familia con trabajo digno y medios de comunicación responsables. Y cuando alguien cae, debemos estar allí para tender la mano, sin estigmatizar ni juzgar, sino ofreciendo caminos de salida y de recuperación.
Hoy, lamentablemente, los centros oficiales de rehabilitación son escasos o inexistentes en unas cuantas provincias. Y lamentablemente también las políticas públicas desarrolladas desde el Estado nacional, en muchos casos, no solo no cuidan, sino que desprecian a los frágiles y pobres.
Los espacios llevados adelante por distintas iglesias y organizaciones sociales hacen un trabajo inmenso, con recursos limitados pero con una entrega incansable. Son faros de esperanza en medio de la oscuridad, al acompañar procesos de recuperación que requieren tiempo, paciencia y un compromiso genuino con la vida de cada persona.
No hay garantía de éxito sino involucrarse en alentar los pasos posibles. La consigna en los “Hogares de Cristo” y otros espacios es “recibir la vida como viene”, rota y desarticulada, muchas veces acostumbrados a la ley del más fuerte.
A pesar de la magnitud del problema, no podemos rendirnos ni desentendernos de la parte que nos toca. La esperanza es el motor que nos permite mantener alta la frente y seguir trabajando cada día por los más vulnerables. No es mero voluntarismo o filantropía, es la fe lo que nos mueve. Como sociedad, debemos asumir que la lucha contra el narcotráfico y el consumo de drogas no es una tarea de algunos, sino un desafío de todos. Nos lo reclaman los rostros concretos de los jóvenes que hoy pelean por salir adelante, de las familias golpeadas por esta tragedia, de las comunidades que sueñan con un futuro distinto.
Que en esta inminente Jornada Mundial renovemos el compromiso de ser signo de esperanza frente a la cultura de la muerte. No miremos para otro lado. No permitamos que el dolor y la indiferencia tengan la última palabra. Renovemos el compromiso por la vida, la dignidad y la posibilidad de un mañana distinto para todos nuestros hermanos.
Arzobispo de San Juan de Cuyo, presidente de la Comisión Episcopal de Comunicación Social y miembro del Dicasterio para la Comunicación del Vaticano